
-----La morada, como todas las casas heredadas o expropiadas por la Revolución al Antiguo Régimen, no estaba hecha para los debates o la democracia. La mayor parte de las actividades de la corte o el claustro se había desarrollado allí a hurtadillas, entre murmullos; cuando los cortesanos o el clero se reunían públicamente, por lo general era para celebrar algún ritual o festejo, no para gobernar. La Revolución improvisaba. El viejo refectorio del monasterio resultó ser insuficiente para las reuniones. Los nuevos ocupantes decidieron convertir la biblioteca del primer piso en un salón público. Indiferentes, o no turbados, por la iconografía dejada por los monjes, los jacobinos cambiaron poco las cosas. Los estantes de libros que bordeaban las paredes eran interrumpidos por nichos con los bustos de los dominicos importantes, y allí se quedaron. Los libros mismos habían sido cuidadosamente protegidos, añadiendo una cubierta para que a nadie se le ocurriera robarlos. Un fresco de Santo Tomás de Aquino fue dejado tal como estaba, así como el altar que estaba en un extremo del salón ovalado. Se pusieron bancos junto a las paredes y un pequeño estrado con dos pupitres -uno para el presidente y otro, algo más abajo, para los secretarios- en medio de este anfiteatro improvisado. También se erigió una pequeña tribuna para los oradores, frente a la plataforma. Todo el salón estaba iluminado con lámparas, ya que las reuniones públicas se celebraban de noche, y eran incesantes las quejas por la falta de luz: la ironía de bregar por una revolución que trataba de esclarecer todo desde las sombras no fue considerada digna de comentarios."
David P. Jordan, Robespierre. El primer revolucionario. Trad. Patricio Canto. Buenos Aires, Vergara, 2004, págs. 90-93.
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